Recibió
un mensaje mientras su jefa le pedía que revisara el informe de grupos
electrógenos antes de enviarlo a México, donde los programadores cargarían los
datos en la intranet de la empresa. El dead-line de entrega era ese mismo día, mientras los mails llenaban su casilla y los
trabajos pendientes se acumulaban más rápido que el tiempo que le llevara
resolverlos.
Al
principio no notó que su celular había sonado, hasta que el segundo mensaje
llegó. Era él, a quien no veía desde hacía dos años y medio. Se iba a vivir a
Alemania y la invitaba a tomar un café. A ella le extrañó que la contactara
luego de cómo habían terminado las cosas, pero no rechazó la invitación. Su
agenda era complicada, con la semana ya armada, y él que se iba en menos de seis
días.
En algún
momento pensó en posponer el encuentro, si posponerlo era posible sabiendo que
él se iría a otro país. Pero él había insistido tan amablemente que le dio una
chance y reacomodó sus planes para aquel viernes.
Ese día,
como solía pasar, el trabajo la retrasó. Él la esperó en un café de Cabildo y
Juramento por cuarenta y cinco minutos pero no le dijo nada cuando la vio
entrar. Ella tuvo la desatención de correr al baño antes de sentarse frente a
él. Sus ojos de azul profundo eran los de siempre, con esa cara de niño que a ella de daba ternura. Él le dijo que
ella estaba igual pero ella no le creyó. Debajo de sus ojos pequeños surcos
denotaban su edad.
Hablaron
largo rato; él le contó cómo había logrado conseguir el empleo en Alemania, los
mails en inglés y las entrevistas por Skype. Tres posiciones se habían abierto
y de ellas dos se habían cerrado sin admitir postulantes. Sólo la tercera, para
la que él había esperado pacientemente, quedó vigente y para aquella fue
tomado. Recursos Humanos en Alemania no distaba de los de Argentina: varios
correos se sucedieron hasta que finalmente le enviaron el contrato firmado y
escaneado. Eso bastó para que él comenzara su proceso de partida.
Dudó en
escribirle a ella para contarle la novedad, café mediante. Por eso la contactó
a último momento, cuando apenas un par de días lo separaban de su nuevo feliz
comienzo.
Ella no
tenía significativas novedades para ponerlo al
día. Había cambiado de lugar de trabajo pero seguía haciendo lo mismo. El resto
continuaba igual. Ambos habían recientemente terminado relaciones que fueron fracasos. Ella se había
mudado. Él tenía un trabajo nuevo –al que renunció- en el que se sentía cómodo,
había empezado a usar la bicicleta como medio de transporte y comentaba en
Facebook sus travesías en dos ruedas.
“Si no
me hubieses bloqueado en Facebook podrías seguir mis avances con la bici”, le dijo en una leve recriminación que ella desoyó. “Me dio pena
que cerrases tu blog”, dijo él. “Tuve que hacerlo el año pasado por mi
hermana”, dijo ella. “No escribía cosas sanas en ese blog y lo mejor era que
ella no lo leyese. Le hacía mal”. “Pensé que allí ibas a escribir algo sobre
mí, cuando dejamos de vernos”. Ella ya lo había hecho con otros pero no para
él. No pudo responderle, sólo se lo
quedó mirando fijo, tratando de entender lo que no quería entender.
Las
nueve se hicieron pronto y el café cerraba. “¿Qué te tomás para tu casa?”, preguntó
él pero ella no sabía, ni había tenido tiempo de buscarlo en internet. Sólo necesitaba
saber qué líneas de colectivo pasaban por la zona y así lograría ubicarse. Él
se fijó en su celular, en una app que había bajado con información de
transportes públicos. Cuando quisieron acordarse ya estaban en la calle,
caminando.
“¿Querés
recordar viejos tiempos?”, dijo él y le ofreció el brazo. Ella se colgó
dubitativa; todo era tan raro. Quisieron chocar a algunos transeúntes, como
solían hacer en sus prolongadas caminatas, tiempo atrás, pero la vereda estaba
desolada. Caminaron por Cabildo hacía el túnel de Carranza, buscando la parada
de un colectivo que nunca se tomaron. La noche era fría. Ella se dejaba llevar.
En algún momento él la agarró de la mano y ella se sintió aún más confundida.
Él provechó un semáforo en rojo para besarla. Así pararon en casi todas las
esquinas, tomándose unos momentos para besarse.
Cuando
el túnel ya estaba cerca no quedaron más que tres opciones: cruzarlo,
retroceder hasta encontrar el colectivo o ir a la casa de él. Ella sabía que él
quería sentirla una última vez antes de irse y aceptó la tercera opción. Tomaron
un taxi y fueron por Santa Fe hasta Facultad de Medicina, donde vivía él. El
conductor hablaba de lo mal que se maneja en Buenos Aires y ellos sólo le
hacían comentarios para avivar el monólogo –que les resultaba muy gracioso- y
hacerse gestos y guiños cuando el señor no los veía por el espejo retrovisor.
El
departamento estaba desordenado, aunque menos de lo que ella se imaginó.
Pensaba en un lugar vacío pero no fue lo que encontró. Los muebles continuaban
estando en las ubicaciones que ella conocía: la mesa donde desayunaban, el
futón abierto, la mesa baja frente a él y más atrás el televisor enorme. Ella
se acercó a la ventana para ver los edificios iluminados en la noche, la
avenida Córdoba que en ese punto tiene una curva en su recorrido y Azcuénaga
que se perdía a lo lejos.
A partir
de ese momento, ese encuentro fue una remembranza de todos los que habían
tenido. Se rieron de ellos mismos varias veces. Él se sentó en el futón y se
descalzó. Ella lo siguió. Se sacó los zapatos de obra, que había usado unas
horas antes para el trabajo. Él la beso sin hablar, sin solicitar, esperando
que ella también lo besara, que ella finalmente lo abrazara, que finalmente
entendiera que la había estado esperando. Dulcemente, una vez más, todos los
ritos íntimos se repitieron. Las luces que hay que apagar porque a ella no le
gusta que le vean el cuerpo, las sábanas que hay que extender cuando sus pieles
están desnudas porque ella siente frío, la música de fondo, quedarse abrazados
y mirarse a los ojos y a los labios deseándose, sonreír sin decir nada, entenderse
con la mirada y simplemente sonreír.
En algún
momento él dijo: “La primera vez que salimos fue un 26 de Mayo”. Ella no lo
recordaba y le restó importancia al comentario. Faltaban tres días para el 26
de Mayo, exactamente la misma fecha en el que él partía a Alemania para
comenzar su nueva vida. Cruces, encuentros y etapas.
Las
horas fluyeron hasta que ella, que se sentía en la obligación de hacerlo, quiso
marcharse. Se levantó y se cambió. Él no la retuvo. La acompañó a tomar un
taxi. Caminaron como dos niños hasta Córdoba, de la mano, hablando y riéndose
de sus recuerdos. Llegaron a la esquina y se abrazaron. Ella creyó necesario
darle un consejo “A todas las personas que quieras, tenés que abrazarlas
mucho”, dijo. No esperaba que él hiciera nada más que escucharla; en definitiva
eran dos conocidos que se veían por última vez. Pero él hizo su declaración: “¿Sabés
que yo te quiero, no?” y ella dijo que no, por un afán estúpido a minimizar las
cosas que más importan. Luego se abrazaron en un último e intenso abrazo.
“Muchos éxitos” dijo ella y se perdió en el taxi, en la avenida, en la noche.
¿Cuántas
veces había repasado él en su cabeza todos los escenarios posibles de aquel
encuentro? Pero, ¿se imaginó lo que realmente pasó? Probablemente no haya considerado
nunca la tristeza con la que la dejó a ella y con un dolor dulce que le duró varios
días.