Pequeña crónica sobre cómo fue mi primer vuelo en avioneta.
La intención era volar por encima de las islas de Tigre. El
tiempo no acompañaba, desde el jueves las anunciadas lluvias se hacían
presentes. Ese sábado no llovía pero estaba pesadamente gris. Sin embargo, no
íbamos a perdernos la experiencia por nada.
La avioneta era pequeña. Apenas cabíamos los cuatro que
viajábamos en ella. Llevaba recorridos más de dos mil kilómetros, acaso muchos
más. El piloto no lo sabía.
El calentamiento de motores duró cinco o seis minutos en los
que además se revisó el funcionamiento de los frenos, las alas y demás valores
controlables. Voces en inglés y español comentaban, por el transmisor, el
estado de los vientos, la atura de nubes, la temperatura.
Pronto nos encontramos con las nubes, a ochocientos pies de altura. “Lo conveniente es ir a no
menos de mil pies” dijo el piloto. Yo apenas escuchaba. Aprovechaba a sacar
fotos con mi cámara y con la cámara de mi hermana. Las casas, calles y barrios
privados de Tigre y San Fernando se veían como pequeñas maquetas. Las rutas,
los brazos de ríos. Todo era diminuto. Apenas se divisaba el Río Luján a través del
esponjoso borde de nubes al que nos acercábamos continuamente.
Realmente la pasamos bien hija.
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