Visiones bizarras de una realidad que nunca va a pasar II

Ya me he acostumbrado a vivir en San Telmo. Su espíritu me apasiona. Aunque en un principio no haya sido tan así.

Mudanza
Hace poco más de un mes me mudé a un departamento en la calle Tacuari, en San Telmo, no por libre decisión, sino por un capricho incoherente de mis padres. Antes vivía en Floresta, en una casa hermosa, en una esquina, en un barrio de casitas apareadas, en un microbarrio dentro del barrio de Floresta de cuatro manzanas que el código marca como R2 (residencial). Todavía no me acostumbro al bullicio que me generan las vistas de los edificios con sus diferentes alturas, épocas, mantenimientos. Tanto desorden, tanto nerviosismo de materiales, texturas, colores, reflejos – consecuencia todos ellos de la evolución del barrio más viejo de Buenos Aires – me ensordece y nubla. Es un barrio cansado, agitado por las motos de cadetes malpagos, ejecutivos en traje e histéricos turistas ávidos de historia barata. Floresta, aunque diste se ser un barrio homogéneo, conserva la amabilidad de las alturas similares, la dulzura de texturas que no se contradicen, la bondad de veredas anchas y de árboles en todas las casas. Acá, en San Telmo – yo ya lo sé, los árboles son una amenaza, son las raíces que levantan nuestro patrimonio histórico, nido de palomas que destruirán con sus excreciones los revoques de nuestros ancestros muros – las veredas, carentes de verde son ocupadas en su mayoría por basura. Floresta no era el barrio más limpio de la Capital, pero seguro sí mucho más limpio que San Telmo. En San Telmo se respira olor a viejo, en Floresta olor a frescor de hojas y plantas.
Hoy, casi por casualidad, casi de paso, viajando a la casa de mis tíos en Moreno, tomé la autopista que pasa a una cuadra de mi casa (de mi ex casa). La había tomado en el centro y no había habido tantos autos. Podía irse a más de ciento treinta sin dificultad. Al acercarme a la zona de Floresta reconocí sin ningún esfuerzo las casas bajas, algún que otro edificio de departamentos, el parque Avellaneda, Olivera, la estación de servicio que queda en diagonal al parque, el café “las tres avenidas” y el puesto de diarios. Estaban arreglando la vereda de los monoblocks del barrio Alvear y los árboles que enmarcan Olivera comenzaban a ponerse amarillos. Era un paisaje conocido, harto conocido, pero sin embargo yo estaba pasando a velocidad de autopista, tal vez a cien, a ciento treinta kilómetros por hora. Era un paisaje conocido pero sin embargo era también un paisaje más de los que pasaron durante todo el recorrido desde que tome la autopista. Ya no era mi barrio, ya no era mi casa. Era una imagen más de las que uno ve cuando viaja en estas veloces vías que atraviesan la ciudad, suceptible de ser pronto olvidada, con la fragilidad de su espectral rapidez. En ese momento me sentí perdida, con ganas de quedarme en mi casa. Conocía todo lo que allí había, pero no podía quedarme. Ya no era parte de ello. Sentía como un dejá-vu donde uno conoce lo que va a venir, pero es sólo un momento que se desvanece en el tiempo y que nunca más se vuelve a repetir. De repente todo el silencio de la ciudad, de los edificios, de las veredas, de los árboles, el silencio que tiene todo lo inanimado, el silencio que nunca había escuchado en Floresta se hizo presente en mi oído. Escuché, en el corto tiempo que duró la imagen de mi barrio sobre la autopista, el sordo silencio penetrante de ser ignorado, y peor, de no pertenecer, de ser imperceptible, de ya no ser más “de Floresta”, de ya no ser más de mis calles, de mi parque, de mis lentos colectivos, de mis veredas anchas, de mis exuberantes follajes. Pronto ya no me recordarían. No recordarían mis pasos silenciosos, mi peso sobre sus concretos, mi respiración tranquila , en fin, mi pasar, mi existir. Y el silencio fue aún más agudo y mis ojos temblaron. Pero mantuve la vista fija, concentrada, para nunca más olvidar esta imagen que pronto sería reemplaza por otra calle, otro edificio, otra avenida, y las casas que pasan rápido y casi no las distinguís cuando vas a ciento treinta, y otras ventanas, y otros árboles, y otras veredas, y otras calles y otras casas, y otros edificios, y otros parques, y otras avenidas y otras casas, y otras calles, y otros árboles…

Floresta era mi barrio, pero yo ya no vivía más en él.
Invierno de 2008

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