Ritmo

Era la tarde que se reflejaba en el parquet de alguna casa del barrio de Floresta. Entraba por las ventanas altas y a través de las rejas, que habían decidido asumir un injusto rol de reloj de arena y que marcaban el paso del tiempo en sus rígidas sombras oscuras. Llegaban hasta la cama o hasta la cómoda, invadían las cortinas y hacían traslucir los libros que se adormecían en algún estante. De afuera llegaba el ritmo preciso de las avenidas. No tenía fin, no se acallaba. Se mezclaba con bocinazos y frenadas, con la puerta de un colectivo golpeando al abrirse, con el ladrido de un perro y un chiflido en el aire, hasta a veces, de noche, se colaba el murmullo de un tren pasando veloz a cinco cuadras. Todo era música, era la orquesta de las avenidas, que marcaban el ritmo de una esquina en una ciudad que tal vez era Buenos Aires.
Las cosas tienen su ritmo, la ciudad tiene su ritmo. Desde chica he aprendido a escucharlo. Camino guiada por la música que generan sus cadencias. Mis pasos siguen el ritmo. Es un juego y me divierto. Es mi juego y solo yo lo conozco: salgo a caminar, veo los edificios, busco las sombras de las cúpulas en las medianeras, descubro balcones y molduras, cuento cada losa nueva de los edificios en construcción, replanteo baches, veredas rotas y marquesinas, miro lo mismo desde otras perspectivas, registro cambios, cuento ventanas y puertas o las casas en una cuadra, le tomo el tiempo a los semáforos, les gano, podría cruzar con los ojos cerrados y llegar salva a la otra esquina. Voy generando mi propia música, mi propio ritmo, mi propia cadencia de pasos, de cortes, de quebradas. Avanzo, me detengo, acelero, pivoteo. Así es mi juego en la calle, como si estuviera bailando.

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